Una de las voluntarias que ha participado en el campo de trabajo de Namaacha (Mozambique) durante este verano, nos cuenta cómo ha sido su experiencia.

Después de haber podido convivir un mes y medio en Namaacha, solo puedo decir que es una experiencia única. La gente, el ambiente, la amabilidad, su forma de vivir, …, INOLVIDABLE.

Voy a intentar transmitiros mis emociones y recuerdos de la mejor forma posible.

Al llegar a Mozambique, Irma Mª Pedro nos esperó en el aeropuerto, con Hilario, uno de los conductores del colegio, del cual os hablaré después. Una vez allí nos llevaron a Namaacha, un viaje que duró una hora y media de mirar por la ventana, disfrutando del paisaje, de su gente, observando todo lo que pasaba a mi alrededor.

Una vez llegamos al colegio, me quedé impresionada, todo era mucho mejor de lo que me esperaba. Estábamos en un recinto enorme, dentro del cual se ubicaba el colegio, el bloque de las internas, la escoliña y dos o tres especies de chaletitos sueltos, uno de los cuales pasaría a ser nuestra casita feliz. Todo eso estaba rodeado de dos patios, de machambas (huertas) y de naturaleza. También dando al exterior del recinto tenían una iglesia, para la comunidad, y una panadería, donde hacían el mejor pan que he probado.

Después de enseñárnoslo todo y deshacer las maletas fuimos al comedor, a comer con las Irmas, con las cuales me he sentido fenomenal, me acogieron con amor y cariño, me han hecho sentir como en casa, siempre atentas a nuestras necesidades, todas y cada una de ellas. Respecto a la comida, yo, como persona “especial”, por decirlo así, no tuve ninguna carencia. Había unos seis o siete platos para elegir, y aunque a mí no todo me gustaba, siempre salías con la tripa llena, pues alguno de los platos te gustaba, y si no, ¡siempre podías tirar de la fruta! Otra opción era sugerir cocinar tú, todas las semanas cocinaba algo, desde tortilla de patatas, a pizza, o a arroz con pollo al curry. También tuve la suerte de aprender a hacer comidas de allí.

Llegó la hora de hablar de lo mejor, de las meninas. Mientras todo lo contado anteriormente iba pasando, nos cruzábamos con meninas del colegio, las cuales iban corriendo a saludarte, abrazarte, preguntarte tu nombre, presentarse, sonreírte, …, cada una a su forma, diferente, pero transmitiendo un cariño impresionante.

Poco a poco iba pasando el tiempo, y íbamos realizando nuestras diferentes tareas con las meninas, por la mañana refuerzo a las niñas mayores, por la tarde, a las pequeñas. A continuación un poco de juegos, y luego, antes de cenar, separábamos a las niñas en grupos y hacíamos diferentes actividades con ellas. Después de la hora de cenar hablábamos con las mayores de todo lo que nos querían contar, sintiéndome una más.

Con ellas todo era maravilloso, desde las más pequeñas, a las más mayores, cada una te aportaba algo distinto y especial, con el tiempo te ibas aprendiendo los nombres, los 97 nombres de las meninas, más los de las Irmas, y de todas las personas a las que ibas conociendo. Pero cuantos más sabías mejor te sentías, y ya no solo por ti y reconocer con quien hablas, si no por la felicidad que tenían ellas solo por saberte su nombre. Para mí fue un juego, cada día cinco más, y cinco más, genial.

Los fines de semana los aprovechábamos para hacer alguna escapada, con Hilario, el fantástico conductor, con el que solo teníamos risas y diversión. También los domingos había mercado, un mercadito rural súper mono, ya no solo por lo que vendían, si no por la gente, personas encantadoras. Donde nos hicimos amigas de Luisa y Dora, dos vendedoras de capulanas, telas típicas de allí.

Otra alternativa, muy divertida, era quedarte con las niñas mayores y gente que venía de fuera, de la comunidad, a jugar a balonmano con ellos. Después a la tarde, al terminar la catequesis, era la hora del oratorio, donde se apuntaba mucha gente, donde la Irma Mª Pedro daba una pequeña bienvenida, y empezaban los distintos juegos y actividades. Moviéndote entre mayores y pequeñas, hablando, jugando, riendo, bailando, …, pero sobre todo, disfrutando.

Hubo un fin de semana que coincidió con una acampada de 8ª y 9ª clase, donde hacían actividades. Las meninas dormían en nuestro chalecito, arriba en las literas, y en el salón con mantas y estores, fue un poco ajetreado, pero fue divertido, pudimos vivir las Buenas Noches con ellas de primera mano.

También tuve la oportunidad asistir una semana a una convivencia del movimiento juvenil salesiano, en Moamba. Allí conocí más a fondo al grupo de jóvenes Salesiano de Namaacha, pero también conocí a personas de fuera, de otras comunidades, participando en sus actividades, conociendo sus vivencias, sus formas de pensar, integrándome en ellas.

Los días y las semanas iban pasando, y cada vez te encontrabas más a gusto. Pues ahí es todo más intenso, más cercano, más familiar. Y te vas dando cuenta de que cada día más es un día menos, y se te llenan los ojos de lagrimas, pues cada vez estás mejor, más acogida, más integrada, e ibas despidiéndote de los días, con pena pero con mucho cariño y amor.

Pues ahí no eres una simple voluntaria, haces amigos, haces familia. Personalmente una de las cosas que me llevo de haber estado allí, es la amistad que he forjado con las meninas mayores, cuando me contaban sus aventuras, sus problemas, sus cotilleos, el poder aconsejarlas, siendo prudente con tus palabras, el poder estar, ahí, con ellas. Solo oírlas y reírte con ellas.

Mi estancia en Namaacha llegaba a su fin, y nos hicieron unos bailes de despedida, porque ahí cualquier escusa es buena para bailar y cantar. Una fiesta espectacular. Donde nos despedimos entre risas y lagrimas, entre besos y abrazos, de lo que ha sido una de las mejores experiencias de mi vida.

En conclusión, creo que éste es un voluntariado muy bonito, por el sitio, por la gente, por lo que te aportan. Recibes más que das. Es una experiencia que no olvidaré nunca.

Raquel

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